viernes, julio 01, 2011

La huella indeleble del aprendiz de brujo




























El azar concurrente me ha llevado a Silvio Rodríguez una y otra vez en lo que va de año, como las botellas lanzadas al mar que recalan intermitentemente en las costas y vuelven a su eterna travesía. Sin embargo aún no había presenciado esos fugaces actos de amor que realiza el bardo de barrio en barrio, pulsando los espíritus de algunas de las personas más necesitadas de nuestra ciudad. Por eso accedí gustoso a la invitación de unos amigos que, como buenos silviófilos, se olvidan de criterios geográficos y persiguen al trovador por cuanto teatro de alcurnia o esquina pendenciera decide regalar canciones.

Fue así como, gracias a Silvio, conocí Romerillo, que hasta entonces no pasaba de ser para mí una canción de Moneda Dura o un barrio impreciso perdido en el lienzo habanero. Llegar a Romerillo es un viaje emocional nada fácil, significa cruzar las tranquilas y elegantes calles de Miramar y dar de bruces con una realidad otra, significa la constatación de los contrastes insalvables. Yo que me jactaba de que la Habana no tenía sorpresas para mí vi como a los dos lados de la acera pueden abrirse continentes tan desiguales.

Rastreamos la música (seguramente inusual en esos lares) y llegamos a un descampado en el que vecinos y ajenos se mezclaban. En los techos de las casas cercanas, las familias se habían apostado para el inusual disfrute de un Silvio de barrio. Una mirada superficial tal vez no los distinguiera, pero con un poco de atención se podía descubrir a los vecinos del lugar en los hombres y mujeres de rostros gastados en el día a día, endurecidos generación tras generación, dotados de una fuerza en la mirada que revelaba su condición de hijos ilustres de esta nación, verdaderos campeones del bregar cotidiano.

Polito Ibañez desgranaba canciones que muchos quizás oyeran por vez primera, aunque el trovadicto incondicional que no falta en ningún barrio emulaba con él sin problemas. Caminé entre el público, buscando los rostros del lugar, avergonzándome muchas veces por levantar la cámara, por mi condición de universitario despreocupado de la vida, por tener la oportunidad de elucubrar los versos que seguramente ellos harían mejor yo.

Solo la voz de Silvio me recordó a lo que iba, me retrotrajo al punto en que yo andaba reportando otro de los conciertos del mítico trovador en la periferia capitalina. Pero esos rostros, esos rostros seguían viniendo a mí, superponiéndose, mejor dicho, complementándose a las canciones de Silvio Rodríguez. Y eran rostros suavizados con un poco de amor, rostros sonriendo al recordar la mujer con sombrero que no los supo apreciar, rostros disfrutando la caída del papalote cortado por la buena cuchila, rostros soñadores de serpientes, rostros de pioneros felices de ponerse las alas.

Me alejo de la tarima y me encuentro a un grupo de muchachos escuchando las canciones, a medio camino entre el escepticismo y el encanto. Probablemente, mañana Silvio vuelva a ser para ellos una referencia lejana, algo así como el Turquino o el Papa. El concierto acabará, retornarán a su diario trajinar, a seguir ganándole a la vida la pulseada. Aún no lo saben, quizás no sean conscientes nunca, pero ya llevan la indeleble huella que deja el aprendiz de brujo en los corazones

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