jueves, diciembre 15, 2016

Con cierto publico de Silvio


Foto: Iván Soca
27 julio, 2016

Por: Sigfredo Ariel

Uno se extraña de estar esperando que comience el concierto precisamente de Silvio Rodríguez en este lugar que, aunque se autodefine “centro cultural”, media entre el restaurante tipo ranchón y el cabaret campestre. Es el final de una tarde de calor infinito y es Playa, a donde hemos llegado rompiendo montes, ciudades: un tramo en almendrón, otro en guagua. Ya veremos después cómo regresaremos.

Muchos van de un lado a otro, botella en mano, vasos plásticos, pizzas enormes y bandejas endebles con comida criolla: “prueba la ropa vieja, está buenísima”. Los camareros no dan abasto. Hay colas ante todos los mostradores, ante los dispensadores de cerveza. Alrededor de uno hay gente súper joven, bien vestida, a la moda, buenos perfumes, cejas perfiladas, cuerpos con horas y horas de gimnasio.

Va llegando cada vez mayor cantidad de público y va subiendo el nivel de la conversación. Los saludos se tornan cada vez más efusivos. Es la exaltación de la amistad –dicen–, una de las estadías en la ruta del alcohol. Los abrazos son apretados y ruidosos. No sé cómo va a ser esto, comenta la musicógrafa colombiana Adriana Orejuela, compañera mía en esta aventura, y yo asiento mientras encontramos donde posarnos, en los fields, porque los mejores lugares están ocupados ya.

No es este el mismo público “clásico” de Silvio, pienso, que abarrotaba antes el teatro más grande de La Habana, un estadio, una plaza y le pedía cosas que a veces él quería o no quería cantar. Aquel público al cual yo pertenecí, medio hippie, casi religioso, sabihondo de su repertorio grabado y por grabar, nuevo y viejo, letra a letra y con algún reborde histérico también. Por ahí están los cassettes de los 80 para demostrarlo. Recuerdo que le exigían, a coro, a puro grito, sin piedad, “Mariposas”, canción que no estaba todavía en disco aunque todo el mundo se sabía. Ah, aquellos cassettes que pasaban de mano en mano, y en cada copia adquirían nuevos ruidos y empeoraba la calidad de la grabación hecha con equipos de aficionados, por uno mismo.

Ahora avisan a través de los altavoces que cinco minutos antes de comenzar la música en vivo se cerrarán las barras y los expendios de alimentos. En realidad no sucede así, al menos, para las zonas “VIP”, únicas techadas, las más bulliciosas, por cierto. Ahí estoy yo, casi por casualidad.

Oigo a mi lado que una linda muchacha le dice a una amiga: “Voy a alquilar a Silvio para que cante en los 15 de Fulanita…” No se me escapa el verbo alquilar, muy usado en estos días en los que casi todo, con dinero, parece posible en La Habana. “Cómo cambian los tiempos, Venancio, qué te parece”, cantaban Los Compadres hace años y años. Lo dudo mucho, gruño, metiéndome en la conversación sin delicadeza alguna y la muchacha me mira por única vez en la vida, extrañada, con sus ojos verdes, colosales.

Suben al escenario los músicos de Trovarroco (Rachid López, Maykel Elizarde, César Bacaró), el baterista Oliver Valdés, quien lleva un montón de tiempo tocando con Silvio porque empezó a trabajar con edad casi de kindergarten. Y enseguida, suben Niurka González con la flauta y Silvio, con la guitarra, claro.

La gente aplaude, los periodistas, los fotógrafos se inquietan, se abren paso entre las mesas y personas que se plantan en el medio, como si estuviesen sembrados, mirando fijamente a la escena sin ánimo de moverse un solo milímetro. La guitarra sola comienza con unos acordes como de bolero-son que nos resultan familiares, sumamente familiares.

Aunque las cosas cambien de color

no importa pase el tiempo:

las cosas suelen transformarse siempre

al caminar…

Cantan todos, o casi todos, con Silvio, y se miran unos a otros mientras entonan-desentonan “La canción de la trova”, que es con lo mejor que puede comenzar esta primera sesión de un primer Encuentro de trovadores en La Habana que ha organizado Frank Delgado en El Sauce, centro cultural “libre de reguetón”, como orgullosamente se proclama.

Hay también corazones

que hoy se sienten detenidos

Aunque sean otros tiempos hoy

y mañana será también

se sigue conversando con el mar.

Mira que este hombre es serio en lo suyo, oigo decir a una señora, suena como un disco, igualito a un disco. Desde donde estamos sentados no logramos ver el escenario, pues hay muchos de pie. Se confunden los ¡schhhs! para silenciar a los conversadores con los ¡schhhs! del abrir de las latas de cerveza.

Cuando Silvio cuenta una anécdota, antes de cantar “San Petersburgo”, se hace un silencio de teatro. Cuando menciona a Gabriel García Márquez todo el mundo aplaude, se aplaude también el nombre de Violeta Parra y el nombre de Santiaguito Feliú.

Los hijos de los amigos, y los hijos de los hijos con sus novias o sus novios siguen cantando con Silvio canciones que andaban por ahí cuando ellos no eran ni siquiera proyectos. Las tararean, se las saben bien: “Sueño con serpientes”, “La gaviota”, “Mujeres” y una remota “Sonrisas de papel”: Una vez comprendí que mi voz no era mía / que era toda del mundo, del mar y los días…

Apuesto a un amigo que hoy cantará “Defensa del trovador”, pues imagino que se está tirando hacia las canciones más viejas, de las que poníamos en Radio Ciudad gracias a unas cintas que Guille Vilar trajo de Radio Progreso. Pero pierdo la apuesta. En cambio Silvio pone “Rosana”, “Sinuhé” y “Demasiado”, sobre la cual Marta Valdés nos llamó la atención en un artículo apasionado, como ella es.

A medida que la tarde avanza se conversa menos y se atiende más: “Casiopea”, “Mi casa ha sido tomada por las flores”, “Cuentan” –parece la última que cantará: Cuentan que allá por 1970 / fue lanzado al espacio un cosmonauta… El bis del concierto es “De la ausencia y de ti, Velia” (Y decirte que todo está igual, la ciudad, los amigos y el mar / esperando por ti…)

¿Y cómo estos muchachos conocen todas estas cosas de Silvio? ¿Será por el mismo misterio por el cual tantas fiestecitas de cubanos que andan por Barcelona, México o Montreal, piensen como piensen, hagan lo que hagan, terminan de madrugada con un disco suyo y vociferando “Esto no es una elegía” (Tú me recuerdas las calles de La Habana Vieja…) o “Pequeña serenata diurna”, por ejemplo? Lo he vivido, también yo las he desafinado, con gorrión o sin gorrión.

Al final, salimos a la calle 120 a luchar un carro de alquiler. Dice Adriana, como para sí: “Oye, este tipo está salvado, salvado totalmente”. Y yo asiento, porque lo creo también.

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