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miércoles, febrero 06, 2019

El niño, los sueños y el reloj de arena






Foto: Granma
Una vez mi novia, que hace muchos años pasó a la categoría de exnovia, comenzó a llorar en silencio en un concierto de Carlos Varela. Eran los finales de los 90 o inicios de los 2000, apenas recuerdo bien, y no comprendí del todo por qué ella rompía a llorar cuando sonaban canciones como Foto de familia. Sabía el significado que guardaba la canción, pero no fue hasta mucho tiempo después que la vida, en sus lances inesperados, me obligó a entender las lágrimas de aquella muchacha que se ha perdido en algún punto del planeta.

Carlos Varela es un símbolo de mi generación. En sus canciones encontramos la redención y la forma de aplacar las voces de todas las criaturas y las inquietudes que llevábamos por dentro. Éramos unos adolescentes un poco locos y necesitábamos ser parte de algo mayor. Y ahí estaba ese raro trovador, vestido de negro de pies a cabeza, que hablaba de Jalisco Park, de su paso por las fiestas con botas cantando una canción de Lennon, y de su dolor por algún pequeño amigo que salió con el padre y nunca regresó. Es decir, hablaba de nuestras emociones que no querían quedarse en su sitio, aunque quizá no lo entendíamos completamente en ese momento.

Sus canciones, como las de casi todos los juglares de la segunda generación de la trova, pasaban de mano en mano, de casete en casete y de guitarra en guitarra en las descargas improvisadas que duraban toda la noche hasta que nos sorprendía el amanecer. Carlos Varela, para muchos que no comulgaban con lo que decía, con lo que cantaba, era una incógnita. No creo que hubiera sido fácil ser Varela en aquellos momentos y cantar sobre los mapas que cambian de color, el enigma de un árbol, o del hombre de silicona, que era cantar, no lo duden, sobre la propia vida.

Carlos Varela, en mi caso, le dio también sentido a lo que era. Yo ponía aquellas canciones y me sentía frente a un espejo en el que mi imagen, algo difusa, comenzaba a cobrar forma con los pedazos de todo lo que iba recogiendo en las calles de la cotidianidad habanera para incorporar a mi ser en los años 90. Y aquí estoy hoy escribiendo 20 años después sobre un trovador que influyó en mi generación, para seguir tratando de despejar incógnitas. Es como un ritual del que uno no puede desprenderse.
No importa que ya Varela no sea el mismo trovador con el que crecimos,  pues el músico dijo lo suyo cuando tenía que decirlo y se alzó sobre su tiempo para defender lo que cantaba sin prestarle demasiada atención a las incomprensiones.
Los primeros discos del trovador reflejaban el epicentro de la vida cubana de esa época. Jalisco Park, Monedas al aire y Como los peces resumían una buena parte de la Cuba de aquellos años y resumían, también, los deseos, las obsesiones y los agazapados reclamos espirituales de quienes veían en sus conciertos un espacio de creación y libertad infinitos.
No hay un día en que pase en bicicleta frente a Jalisco Park y no recuerde la canción del «Gnomo». Incluso casi siempre me detengo y pongo en el celular el tema que inmortalizó a este pequeño parque de diversiones. Es como si mi vida estuviera encerrada en esas moles de hierro a las que Varela emparentó con los destinos noventeros de la nación y con la historia que nos llevó hasta ese momento definitorio o definitivo. Ahí está el parque, la canción en mis oídos y el tiempo que ha pasado. Esa escena la repito frecuentemente como si una fuerza de otro mundo me llevara hasta los armatostes de hierro para recordarme quién soy y sobre todo, lo que he sido.
Esta especie de religión que me he creado se parece mucho al ritual que iniciamos en los 90 cuando Varela cantaba Monedas al aire. Recuerdo el teatro lleno y miles de jóvenes rompiendo la oscuridad con fosforeras o con cualquier objeto que prendiera una pequeña luz para acompañar al trovador que, aunque no lo supiera, se percibía  allá arriba un poco solo. Ya el contexto cambió y los significados también. Varela dispara en el 2018 sus Monedas al aire y se llena de celulares el ambiente y de adolescentes que quizá, por razones obvias, no conozcan los significados más recónditos de la canción y del panorama que la vio crecer hasta convertirse en himno.
No he dejado de preguntarme por qué escribo ahora de Varela con tantos discos y artistas jóvenes que resplandecen con una obra que podría perdurar en la actualidad cubana. Pero la razón me indica que repase sus discos y sus canciones porque en ellas está buena parte de una época que nos definió a muchos.
Obviamente no es el único trovador que nos dibujó al calco, pero sus temas captaban el magnetismo de lo cotidiano de una manera muy particular.
La portada de Como los peces era la imagen del trovador con un pequeño pez atrapado en una copa de cristal. Este disco, para los que lo escuchamos entonces siendo adolescentes, era una invitación a la libertad de espíritu, podíamos soñar despiertos, incluso varios quisimos ser (o fuimos) esos personajes de los que habla Varela. Quizá por eso no hay mejor manera de repasarlo que desde las emociones que todavía despierta.
Este disco es un álbum duro y luminoso. Como un ángel y El niño, los sueños y el reloj de arena son canciones que levantaban tormentas desde un lugar muy profundo, y nos hacían ver de frente una versión espiritualmente extrema de nosotros mismos que, por raro que fuese, disparaba el deseo de vivir. Ahí, como en Jalisco Park o Cuchillada en la acera estaba Varela en todo su esplendor, en todo su magnetismo. El trovador decía que ese maldito sueño se puede volver real y le creíamos como podemos creer pocas cosas en la vida. No importa lo que sucediera después del paso del tiempo, lo importante es que nos atrevimos a desinhibirnos para cursar la aventura de buscar ese sueño.
Uno de mis primeros textos como periodista fue sobre un concierto de Varela, aunque yo estaba ahí sencillamente como un espectador más, como un ser que había pasado por todo lo que cantó el trovador. A mi lado los ojos de varios adolescentes revelaban que la información que les llegaba era muy diferente a la que yo repasaba cuando el «Gnomo» estaba en el escenario. Recuerdo la anécdota porque cuando sonaron Habáname, El leñador sin bosque y Foto de familia, descubrí la distancia que nos separaba a quienes escuchábamos la música desde diferentes tiempos.
Hay canciones que nos hablan distinto a cada uno, que nos hacen entender que los años pasan indetenibles y ya no somos los mismos, pero las entrañables siempre se resisten al olvido, y mientras a unos nos mueven los recuerdos, los sentimientos más viscerales, a otros quizá les hagan descubrir nuevas interpretaciones de la realidad que los envuelve. El secreto está en hablar de aquello que nos pasa, que nos duele, que nos marca, como esa foto de familia que probablemente tenemos todos en la repisa.

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