Hace 55 años Wichy comenzó a gestar su poemario CABEZA DE ZANAHORIA. Con el mismo, en 1967 obtuvo el Premio David de poesía compartido con Lina de Feria. El siguiente texto fue tomado del libro “Encicloferia”, ediciones Fin de Siglo, México, 1999, pág. 31, Luis Rogelio Nogueras.
WICHY Y CABEZA DE ZANAHORIA
Cabeza de zanahoria nació entre 1965 y 1966 en las aulas y pasillos de la Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de la Habana y en aquella oficinita mal ventilada de Juventud Rebelde donde hacíamos El Caimán Barbudo. El maquinuscrito se llamó primero Poemas en la pizarra, luego Cosas comunes, y al cabo se echó sobre las espaldas el título del libro eterno de Jules Renard, Poil de carotte, cuyo personaje principal fue uno de los héroes de mi infancia a causa de su pelo rojo y de cierta tristeza que ambos compartíamos en digno silencio. Con aquel cuaderno obtuve en 1967, compartido, el Premio David de poesía, el primero que se otorgó, por cierto. Buenos amigos y algunos críticos afirman con vehemencia que la mayor virtud de Cabeza de zanahoria era su relativa madurez formal. No me encuentro en condiciones de juzgar al joven Nogueras con objetividad. Pero lo cierto es que si tuviera que escribir hoy aquellos textos, no sabría hacerlos mejor; eso quizá no diga mucho del poeta de veinte años, sino más bien poco del hombre de treinta y ocho años que está escribiendo estas líneas. Cabeza de zanahoria le debe lo suyo a varias personas, pero sobre todo a dos: al melenudo y jovial Roberto Fernández Retamar, que enseñaba Estilística en el segundo año del curso regular, y al alumno Guillermo Rodríguez Rivera que cantaba boleros en latín, mascullaba a Goethe y sabía un mundo de poesía. Para ambos, en la nostalgia, un abrazo con fragancia de magdalena mojada en té. CESARE PAVESE A Ambrosio Fornet Suponga que yo estoy escondido de antemano en el closet y que usted (tantas cosas que tiene en la cabeza) no lo nota. Se acuesta, toma las dieciséis píldoras del frasco hace las últimas llamadas: inútiles medita sobre las derrotas, la guerra, Turín (cruda en invierno). Suponga que usted deja las gafas en la mesita de noche y que luego escribe algo en su cuaderno (letra rápida, pequeña). Ahora imagine que yo salgo. Que impido su suicidio. Cinco, dos, veinticuatro veces (como en el cine). Suponga que usted no muere, suponga que nos damos las manos, y que comentemos pequeñas historias, aventuras habladas donde las mujeres aman desesperadamente a los poetas y no hay estar solos, ni desastres, ni trenes aplastados. Pero no. Yo estoy en mi cuarto y usted está en el suyo. Yo no trato de impedir nada y usted se toma las pastillas. Yo dejo su libro en la mesita de noche y trato en vano de dormirme y viene la muerte y tiene sus ojos.
Cabeza de zanahoria nació entre 1965 y 1966 en las aulas y pasillos de la Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de la Habana y en aquella oficinita mal ventilada de Juventud Rebelde donde hacíamos El Caimán Barbudo. El maquinuscrito se llamó primero Poemas en la pizarra, luego Cosas comunes, y al cabo se echó sobre las espaldas el título del libro eterno de Jules Renard, Poil de carotte, cuyo personaje principal fue uno de los héroes de mi infancia a causa de su pelo rojo y de cierta tristeza que ambos compartíamos en digno silencio. Con aquel cuaderno obtuve en 1967, compartido, el Premio David de poesía, el primero que se otorgó, por cierto. Buenos amigos y algunos críticos afirman con vehemencia que la mayor virtud de Cabeza de zanahoria era su relativa madurez formal. No me encuentro en condiciones de juzgar al joven Nogueras con objetividad. Pero lo cierto es que si tuviera que escribir hoy aquellos textos, no sabría hacerlos mejor; eso quizá no diga mucho del poeta de veinte años, sino más bien poco del hombre de treinta y ocho años que está escribiendo estas líneas. Cabeza de zanahoria le debe lo suyo a varias personas, pero sobre todo a dos: al melenudo y jovial Roberto Fernández Retamar, que enseñaba Estilística en el segundo año del curso regular, y al alumno Guillermo Rodríguez Rivera que cantaba boleros en latín, mascullaba a Goethe y sabía un mundo de poesía. Para ambos, en la nostalgia, un abrazo con fragancia de magdalena mojada en té. CESARE PAVESE A Ambrosio Fornet Suponga que yo estoy escondido de antemano en el closet y que usted (tantas cosas que tiene en la cabeza) no lo nota. Se acuesta, toma las dieciséis píldoras del frasco hace las últimas llamadas: inútiles medita sobre las derrotas, la guerra, Turín (cruda en invierno). Suponga que usted deja las gafas en la mesita de noche y que luego escribe algo en su cuaderno (letra rápida, pequeña). Ahora imagine que yo salgo. Que impido su suicidio. Cinco, dos, veinticuatro veces (como en el cine). Suponga que usted no muere, suponga que nos damos las manos, y que comentemos pequeñas historias, aventuras habladas donde las mujeres aman desesperadamente a los poetas y no hay estar solos, ni desastres, ni trenes aplastados. Pero no. Yo estoy en mi cuarto y usted está en el suyo. Yo no trato de impedir nada y usted se toma las pastillas. Yo dejo su libro en la mesita de noche y trato en vano de dormirme y viene la muerte y tiene sus ojos.
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