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Frank tocó anoche en una pequeña sala en Sevilla. Una sala íntima, como sus canciones. Hizo reír muchísimo. Hizo pensar también. Claro, el tipo es un trovador de libro, un tipo que cuenta historias en sus canciones. Y un tipo que anoche nos llevó a Cuba.
Vi una amiga llorando con "La otra orilla". Yo me contuve, pero quería llorar también, por las familias que disminuyen, por los amigos que se nos van, por los que siguen, a cuenta y riesgo, con el corazón en su orilla aunque vivan en otra; por la parsimonia de los que deciden, por quienes sufren las despedidas. Por la triste felicidad de los reencuentros.
En cualquier orilla, Frank despierta siempre la nostalgia, a uno se le alumbra una bombilla verde dentro y canta con él, porque "aquel que no se la sabe la tararea". Canta con él y con Cuba.
Frank era Cuba en el escenario. En la correa de la guitarra llevaba la bandera. Le contrastaba perfectamente con su ropa negra y —qué cosas—, la bandera le descansaba justo encima del corazón. Yo miraba casi todo el tiempo hacia allí.
Anoche yo no quería que Frank dejara de cantar porque Frank era Cuba en el escenario, se había "convertido en mi mapa", y una vez se bajara, se me iba a ir.
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