
Figura de la Trova Cubana, influenciado por poetas como José Martí y César Vallejo, Silvio volvió a sonar en oídos jóvenes, una marca de su extensa y dilatada carrera, los mismos jóvenes que en el Movistar Arena acompañaron a sus padres, tíos o madres, o bien fueron por su propia cuenta, con grupitos de amigos con los que tal vez lo escucharon o lo entonaron en guitarreadas en el descanso de una juntada política, como ícono de la primavera democrática de los ochenta.
“Fuera Milei, vos sos la dictadura”, “La patria no se vende”, “Cuba, Cuba, Cuba, el pueblo te saluda”, “Viva Palestina Libre”, “Como a los nazis, les va a pasar, adónde vayan los iremos a buscar” y “Alta coimera” fueron los cánticos que bajaron alternadamente desde los cuatros costados, y que se enardecieron en algunas letras como “Hoy me propongo fundar un partido de sueños”, de “Ala de colibrí”, con la que sutilmente arrancó el show, “Presentí la esperanza tras la sombra del viento”, de “Más porvenir”, el reciente tema dedicado al recientemente fallecido, el expresidente uruguayo Pepe Mujica, y especialmente cuando cantó “Dijo Guevara el hermoso/ viendo al África llorar/ En el imperio mañoso/ Nunca se debe confiar”, de “Tonada del albedrío”.
Melodías viejas y nuevas, clásicos revisitados con mágicos detalles y una entereza musical que Silvio Rodríguez expandió en su notable y conocida banda, con la cual se recostó en una exquisita reelaboración de la música cubana, del son a la canción, de la rumba al filin y la salsa, de Leo Brouwer a la vieja y nueva trova, de Frank Fernández y Chucho Valdés a Omara Portuondo y Juana Bacallao, a quien nombró junto a Celia Cruz, tal vez un inesperado homenaje en la incorrección política –varios murmuraron en la platea–, otra huella del irreverente cantautor, con los pies en su tierra y su reconocido pensamiento de izquierda pero nunca atado a la etiqueta de las banderas políticas ni a la lectura maniquea de cualquier gobierno ni sistema ideológico, y no casualmente, mientras su público cantaba por Palestina sacó de la galera el poema “Halt!” (publicado en 1979) de quien consideró como el mejor poeta de su generación, Luis Rogerio Nogueras, y lo recitó de forma completa. “Recorro el camino que recorrieron cuatro millones de espectros/ Bajo mis botas, en la mustia, helada tarde de otoño/cruje dolorosamente la grava. Es Auschwitz, la fábrica de horror/ que la locura humana erigió a la gloria de la muerte/ Es Auschwitz, estigma en el rostro sufrido de nuestra época./ Y ante los edificios desiertos, ante las aceras electrificadas, ante los galpones que guardan toneladas de cabellera humana/ ante la herrumbrosa puerta del horno donde fueron incinerados padres e hijos, amigos de amigos desconocidos/ esposas, hermanos, niños que, en el último instante, envejecieron millones de años./ Pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó, pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión, que estupefactos, desnudos, ateridos/ cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;/ pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso camino/ desde las colinas de Judea hasta los campos de concentración del III Reich./ Pienso en ustedes y no acierto a comprender/ cómo olvidaron tan pronto el vaho del infierno”, dijo conmovido en la voz, algo ronca por momentos .
“Y ante los edificios desiertos, ante las aceras electrificadas, ante los galpones que guardan toneladas de cabellera humana/ ante la herrumbrosa puerta del horno donde fueron incinerados padres e hijos, amigos de amigos desconocidos/ esposas, hermanos, niños que, en el último instante, envejecieron millones de años./ Pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó, pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión, que estupefactos, desnudos, ateridos/ cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;/ pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso camino/ desde las colinas de Judea hasta los campos de concentración del III Reich./ Pienso en ustedes y no acierto a comprender/ cómo olvidaron tan pronto el vaho del infierno”.
“Gracias a mis maestros y mis maestras”, soltó en la presentación de sus músicos, una verdadera troupe orquestal y un ensamble de matices y finos arreglos compuesta por Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres), Niurka González (flauta y clarinete, su pareja, de extraordinaria actuación y ovacionada por el público), Oliver Valdés (batería y percusión), Jorge Reyes (contrabajo), Jorge Aragón (piano), Emilio Vega (vibráfono) y Malva Rodríguez (piano y coros), su hija. Con Niurka y Malva hubo un tramo íntimo, en el que Silvio homenajeó a sus ya fallecidos antiguos compañeros de ruta –“siempre recuerdo que no empecé solo con esto, les estoy enormemente agradecido”–, en el que interpretaron “Créeme”, de Vicente Feliú, “Te perdono”, de Noel Nicola y “Yolanda, de Pablo Milanés, canción de honda complicidad con el coro de la platea. La sonoridad del grupo, tan elástica y jamás excedida en sus solos instrumentales como sólida en sus armonías latinoamericanas, fue el colchón en el que Silvio manejó magistralmente los tiempos del concierto, con una primera parte más camarística con “Sueño con serpientes” y perlas como “Viene la cosa”, “Pequeña serenata diurna” –otro alto esplendor del show con el tarareo de “Soy feliz, soy un hombre feliz”–, y “Casiopea”, a una segunda parte más íntima y ceremonial, con temas viscerales como “Eva” –un grito feminista en la noche– y hits como “La era está pariendo un corazón”, “Te amaré” y “Ojalá”, a la cual anunció como “ahora les voy a tocar un estreno” y fue el instante, sin dudas, más conmovedor de la noche, con el público de pie entonando el estribillo, celulares en mano y agitadas palmas, tanto como el bis de “Óleo de mujer con sombrero”.

En cuerpo, corazón y alma, Silvio habló lo justo y necesario, bajo un ánimo calmo y a la vez alegre, entregado de principio a fin a sus espectadores, que mayormente lo escucharon en silencio y sentados en sus butacas. Contó con leve humor pequeñas historias, como la de un peluquero de su país que puso un cartel en la puerta de su negocio, “Prohibido hablar de la cosa”, por las trifulcas apasionadas de política y chusmeríos barriales. Contó, en un escenario despojado de grandes pantallas y con visuales de fondo que semejaban figuras de nubes, lunas, tramas textiles, corazones y erizos gigantes, que una noche sentado en el Malecón mirando las estrellas sintió una presencia a su lado que le dictó la canción “Casiopea”.
Y cantó toda la noche con su registro de voz tan envolvente e inimitable como sólida y afinada, después de un arranque a paso seguro, algo retraído y sin arriesgar demasiado, en un cauce estable que fue alimentando con el brillo de su rítmica en la guitarra, por momentos ciertamente aturdido con los alaridos de la demanda del público argentino, que así como demostró su calurosa emoción se mostró avasallante en los giros más introspectivos, allí donde el cubano debió ajustar los auriculares a sus oídos y pedir delicadamente sosiego.
En Argentina se juntó con amigos como Víctor Heredia, fue a ver a Cristina Fernández de Kirchner y cruzó el charco para un breve encuentro con Lucía Topolansky, ex vicepresidenta del Uruguay y viuda de Pepe Mujica. En su último concierto en Buenos Aires (había tocado el 11 y 12 de este mes) fue entrando y saliendo del escenario varias veces, como quien se guarda para último momento una sorpresa, misterioso y juguetón, cómodo en su condición de trovador en el repaso de un vasto repertorio.
El goce pacífico de la libertad, la elevación espiritual, la bondad y su reverso tanto como no olvidar el horror del infierno, de padecer la decepción, de las diversas formas del amor, de ensanchar lo posible y, entre tantos versos, lecciones y melodías, defender que el mundo propio, siempre, es el mejor. Y desear morirse como uno ha vivido, antes de abrir los brazos, agarrarse el corazón y decir, simplemente, “gracias, gracias por venir”.
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