Buscando unas fotos que le tomé a Pepe Mujica en enero de 2016 —cuando él y Lucía Topolansky estuvieron en uno de los conciertos de los barrios de Silvio Rodríguez—, encontré algo que no había visto. Las revisé con calma, una por una, y en medio de esa secuencia tan sencilla y luminosa, una imagen se me clavó en el pecho.
Está Pepe saludando, su brazo estirado hacia el gentío, y desde abajo un ramillete de manos se aferra a la suya. Es un instante mínimo, pero poderoso. La mano del viejo guerrillero, del campesino, del presidente, atrapada por muchas otras manos: negras, mestizas, curtidas por el sol, con uñas rotas, uñas pintadas de negro, una uña dorada que brilla como un punto de fiesta.
Esas manos no quieren soltarlo. Se aferran como si en ese gesto hubiera algo más que gratitud. Como si se agarraran también a una forma de ternura política, de ética posible. Como si en ese apretón callado se tejiera una promesa: la de que otro mundo —menos cínico, más justo— todavía puede tocarse.
Y era Cuba, claro. Cuba con su piel plural, su dolor y su resistencia. Cuba tendiéndole la mano a Pepe. Y Pepe, con su sencillez sin corbata, apretando todas esas manos sin soltar ninguna.
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