sábado, agosto 31, 2019

Un llamado directo a la complicidad literaria y humana.

Alexis Pimienta.
Ha muerto Roberto Fernández Retamar, el poeta, el sabio, el profesor,  el amigo, el hombre de los grandes abrazos (una palabra inventada por él: "a brazos", porque así te asaltaba y no había escapatoria); ha muerto el hombre de la sonrisa franca y la risa contagiosa, el de las boinas y la perilla inconfundibles, el de habla reposada, el eterno marido de la eterna Adelaida, el padre de Laidi, su continuidad, el autor de "Caliban" y de "Felices los mortales" y de "Con estas manos" y de "¿Y Fernández?"; ha muerto un poeta -un señor- que cuando yo era muy joven imponía un respeto que paralizaba, y que, cuando yo ya no era tan joven imponía una cercanía que desentumecía, todo él hecho un llamado directo a la complicidad literaria y humana.



Ha muerto Retamar, para muchos. Roberto, para los más cercanos. Fernández, para los lectores de uno de sus mejores poemas. Ha muerto viejo, como deben morir los grandes poetas. Viejo y apoyado en un bastón. Viejo y delgado y pecoso y con boina. Con boina y con sonrisa. Siempre. Yo no recuerdo, con exactitud, la primera vez que conversé con él, que compartimos, pero la sonrisa estaba siempre.

 ¿Cuando yo fui jurado de novela del Premio Casa de las Américas, en 2002? ¿Tan tarde? No lo recuerdo, pero pudo ser. Y me sorprendió la cercanía de un autor tan distante, porque la maestría crea distancias psicológicas a veces insalvables. Ah, ya recuerdo. La primera vez que compartí con Roberto, él no lo supo. Fue en 1986. Yo tenía 20 años -tierna y fértil edad para los descubrimientos- y me encontré a Roberto Fernández Retamar vestido de azul, rectangular y paginado, y sin decirle nada lo acompañé a visitar a un viejo conocido suyo, que yo no conocía por entonces. Era Borges. Jorge Luis Borges.


En Cuba, mi generación poética descubrió a Borges en aquel libro azul editado por Casa de las Américas con impecable prólogo de Roberto Fernández Retamar. Y yo fui uno de los tantos jovenzuelos que, más nerviosos que felices, entramos con Roberto en la casa de Borges aquel año,  y compartimos con ellos aquella taza de café que aún no se enfría. Borges. Jorge Luis Borges, el argentino universal.

Yo conocí a Borges con Roberto, a través de Roberto, gracias a él, por él. Y me cambió el concepto de literatura. Luego, cuando ya Borges era mi amigo más odiado, Roberto siguió siendo un amigo querido, pero desconocido. Seguramente hasta aquel año 2002 en el que yo fui jurado de novela, en el premio Casa de las Américas. "¿De novela?", me dije. "¿Yo, el repentista?", me pregunté a mí mismo, acostumbrado como estoy a ser víctima de las etiquetas.

 Pero sí, los directivos del Premio Casa de las Américas se había leído mi novela Prisionero del agua (1998), tal vez también Maldita danza (2000) y habían decidido que yo fuera jurado. Me ilusionaba mucho imaginar que fue Roberto quien lo propuso. Pero no importa si no fue: la Casa era "su casa". Y él estaba allí, él estuvo allí todo el tiempo. Y durante las intensas jornadas del premio compartimos, claro, y nos hicimos amigos de verdad, y conversamos sobre literatura, y nos reímos mucho.

Roberto Fernández Retamar era un hombre que se reía mucho. Y bien. Con todos los dientes, con los brazos. Luego vinieron otras complicidades, inolvidables para mí, literarias, políticas, humanas, ¡hasta repentísticas! En mi larga carrera como repentista, y habiendo improvisado cientos de miles de décimas, más de un millón seguro, en más de 40 países y durante más de 40 años, les puedo asegurar que pocas veces he visto a alguien disfrutar mis improvisaciones tanto, tan de verdad, como a Roberto y su Adelaida inseparable, una noche de copas y charlas en una casona de El Vedado. No recuerdo qué celebrábamos.

 El caso es que tras el ágape habitual, copa en mano, yo me puse a improvisar décimas, y Roberto y Adelaida estaban allí, en la primera mesa, delante de mis ojos. Y de mis versos. Y aquella su cara de niño feliz y sorprendido era un poema mayor que los poemas que yo improvisaba. Y sus aplausos estruendosos. Y sus carcajadas ante mis golpes de ingenio, unas veces, ante mis hallazgos poéticos, otras. Y él contagiaba a su Adelaida, claro, la sabia contenida. Y al resto de comensales devenidos oyentes, todos contagiados y con caras de niños felices por culpa de Roberto.
 Y aquella noche sus abrazos fueron abrazos de camisa de fuerza, de esos que duran hasta hoy. No sé si fue entonces que le regalé mi libro Teoría de la improvisación poética. Pudo ser. Yo quería impresionar al maestro, que viera a todos los Alexis que hay en mí. El caso es que varias veces después se refirió a mi libro con asombroso entusiasmo, siendo él el ensayista que era, sorprendido.

 Y yo, feliz, claro. Tanto, que poco tiempo después, en 2004, me atreví a pedirle que prologara mi libro de décimas "Confesiones de una mano zurda", Premio Cuculambé del año 2003. Y así, sin pensarlo, aceptó. Y así, como quien no quiere las cosas, un humilde poeta joven habanero, y además, repentista, tuvo un prólogo de Roberto Fernández Retamar en un libro de décimas. Casi nada. Uno de los prólogos más hermosos y sinceros de los que me han escrito. Generoso en elogios, escrito con maestría y con distancia. Retamar. Roberto. El poeta.

El ensayista. el profesor. El amigo. Luego supe -me lo contó él- que Roberto tenía un libro titulado "Concierto para la mano izquierda" y que él también era zurdo. Y sonreí, solamente. Esas fractalidades de la literatura, pensé. Y en los últimos años nos vimos varias veces más, siempre en encuentros cortos y afables, de cariño literario y humano. Una vez en su casa real, acompañado de sus dos Adelaidas,  la grande, la pequeña; otras veces en su otra casa, la Casa grande, la de todos. Y siempre estuvo atento, risueño, con cara de sabio.

Mi última relación con Roberto fue por correspondencia. Me escribió, hace unos meses, a través de nuestro amigo común, Ernesto Sierra, para pedirme poemas para la revista Casa, en un correo lleno de frases tan generosas con mi obra y mi persona que da pudor citarlo. Me pareció increíble. El mismísimo Fernández Retamar me pedía poemas para la revista Casa (¡a mí, al repentista!, ¡poemas, no décimas!). Y por ahí deben andar ahora, en el último número de la revista, aquel manojo de poemas que le envié vía correo electrónico.

Y por último, su último mensaje fue para comunicarme que yo había sido el ganador del Premio Casa de las Américas 2019, en el género Literatura Infantil  y Juvenil, con mi libro "Piel de Noche". ¡Imagínense! ¡Mi regreso a la Casa y otra vez a través de Roberto! (Es curioso: he pasado de llamarle Retamar, como todos, a llamarle Roberto, como pocos; debe ser la influencia de Ernesto Sierra, tan cercano a él, su editor, alumno y amigo, quien es ahora mi vecino en Sevilla; pero puede ser también la confianza que da tanta correspondencia). Y quedamos en vernos cuando yo fuera a recoger el premio y a la feria del libro. Pero no pude verlo.

 Me llamó, me citó para un encuentro con Juan Villoro en la sede de la UNEAC, pero no pude ir, no recuerdo por qué: qué triste miércoles. Y luego, desde la misma Casa de las Américas yo lo llamé, pero tampoco pude hablar con él: estaba enfermo. Roberto estaba enfermo. Viejo y enfermo. Roberto y Retamar y Fernández y el autor de "Caliban" y el viudo de Adelaida y el padre de Laidi.



Mi amigo Roberto estaba enfermo. El prototipo del poeta intelectual, tan elegante en su esbeltez, tan poeta en sus andares por la vida. No me perdono no haber ido a su cita con Villoro, que hubiera sido, ya ven, nuestro último encuentro. Me quedo, eso sí, con unas ganas enormes de sentir un abrazo real, de los suyos, con ganas de acercarme "a brazos" para, con estos mismos brazos de hacer tantas cosas, hacer lo único que me pide hoy el cuerpo: abrazar yo también a su hija Laidi, la escritora, la médico, la cronista, la amiga distante. Un abrazo que dure hasta que la vejez nos haga andar a nosotros con paso retamarino por las calles, ahora vacías, de El Vedado.

En fin, ha muerto Roberto Fernández Retamar y llevo toda la mañana releyéndolo.

FELICES LOS NORMALES

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A Antonia Eiriz



Felices los normales, esos seres extraños.

Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,

Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,

Los que no han sido calcinados por un amor devorante,

Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,

Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,

Los satisfechos, los gordos, los lindos,

Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,

Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,

Los flautistas acompañados por ratones,

Los vendedores y sus compradores,

Los caballeros ligeramente sobrehumanos,

Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,

Los delicados, los sensatos, los finos,

Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.

Felices las aves, el estiércol, las piedras.

Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,

Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan

Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos

Que sus padres y más delincuentes que sus hijos

Y más devorados por amores calcinantes.

Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.




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