Contra esto, la afirmación de la propia necedad o locura en un estribillo que sirve para insistir sobre una actitud: «Yo no sé lo que es el destino,/ caminando soy lo que fui./ Allá Dios, que será divino./ Yo me muero como viví». Un acompañamiento excepcional (el trío Trovarroco, el percusionista Oliver Valdés, y la flautista Niurka González) jugó también con algunas piezas instrumentales de excelente ejecución.Un leve recuerdo inicial a una visita anterior a Alicante, hace treinta años, animaba alguna memoria posible que se dirigía a 1977, en el cine Calderón, en un acto organizado por el PCE, cuando Silvio no era casi Silvio y los demás éramos jóvenes, felices y poco documentados. Tras la apertura, se abrieron todas las compuertas de la nostalgia, para que pasase el barco del pasado con su carga de músicas y palabras.
Había jóvenes también, bastantes (a pesar del precio de las entradas, que la empresa organizadora había determinado a más de cincuenta euros y sobre el que la Universidad, ya lo sé, no tuvo nada que ver, pues su participación fue sólo ceder aquel local). Se abrió el concierto ya sin distancias y el público fue intensificando la proximidad cuando los grandes temas del cantautor cubano sonaron desde el escenario. Y allí fue el registro de la memoria el que acompañaba a las canciones, desde el tarareo al pleno pulmón, desde las voces que se incrementaron con «Unicornio», «La era está pariendo un corazón», «Rabo de nube» y «Ojalá», una de las más bellas piezas de la actuación, que resuena también desde hace más de treinta años.
Resultan muy bellos los registros amorosos de este cantante. También los del desamor: «Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan/ para que no las puedas convertir en cristal./ Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo./ Ojalá que la luna pueda salir sin ti». Consiguió transmutar, como no lo hacía casi nadie en la canción, situaciones esenciales del amor en imprecisas metáforas que terminaban comprendiéndose por su misma intensidad basada en una palabra clave: su «Ojalá» adquiere carácter emocional por la percepción extraña que se describe en la despedida y el desamor, por la voz y la música, por esa compleja alteración de la situación que se narra: «Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda./ Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz./ Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado./ Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,/ a tu viejo gobierno de difuntos y flores».
De vez en cuando entraba en el Paraninfo la historia, la de su país, Cuba, tan difícil y bloqueada, pero el componente de hace muchos años atenuaba cualquier distancia. Sí, son canciones de esperanza, compuestas en tiempo de mucha esperanza. Y sería absurda la distancia en momentos que se dedican a Ernesto Che Guevara, como la antigua canción «América, te hablo de Ernesto», o que dicen «Amo esta isla», y mucho menos ante aquel emblema del año 69, la «Canción del elegido», su homenaje a Abel Santamaría, asesinado por la dictadura de Batista tras el asalto al Cuartel Moncada en 1953.
Discurrió Silvio Rodríguez por los registros principales de su repertorio, alternando con algunas novedades, ante un público que aplaudía o coreaba, mientras algunos esperábamos sobre todo el momento casi final, en el que sólo con su guitarra acometió aquello de «Te doy una canción si abro una puerta/ y de las sombras sales tú. / Te doy una canción de madrugada,/ cuando más quiero tu luz…». Y había ojos cerrados, y situaciones esenciales que un cantante, del que los antiguos surcos del vinilo se han desgastado y rayado de tanto oírlos, ha sabido transmitir como nadie. Y esto, la noche del pasado lunes, me pareció suficiente. oJosé Carlos Rovira es catedrático de Literatura Hispanoamericana de la UA.
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