Junto a las cartas a mis hijos, por ejemplo, hubo cartas a Borges, a Cortázar, a Mozart, y a Rosa Regás, a Álvaro Salvador, a Silvio Rodríguez... El eje unitario de este divertimento literario era que todas las cartas estaban escritas en décimas, pero no en décimas líricas, o bucólicas, lineales o encalgadas, sino en lo que di en llamar "décimas prosadas", porque intentaban mantener un tono narrativo y conversacional más propio de la prosa que de la poesía, mucho menos de la poesía escrita en décima.
Además, la escritura en prosa, sin particiones ni cesuras versales, fue el formato original de este libro, con el que obtuve una mención (accésit) en el Premio Iberoamericano de Décima Escrita Cucalambé, en el 2003. Ahora, quiero compartir con los visitantes de mi cuarto ésta, mi carta a Silvio, Rodríguez
gran amigo, gran poeta, un maestro para muchos de nosotros...
Querido Silvio: No sabes
—me ha dado pena decírtelo
y he optado por escribírtelo—
cuántas veces en tus naves
poéticas, con tus graves
canciones y tus poemas
dilucidé mis problemas.
Cuántas veces imité
tu canto y enamoré
utilizando tus temas.
No sabes en cuántas fiestas
fuiste mi héroe (aún lo eres).
No sabes cuántas mujeres
Desde todas las ventanas
de la ciudad te imité.
Dos ídolos: tú y el Che.
Dos soles y dos mañanas.
Recuerdo que me ponía
la mano sobre la oreja
y la camisa más vieja
y un jean que se me caía.
Recuerdo que todavía
no me sabía afeitar.
Y sin guitarra. Juglar
mitad gaucho y mitad hippi.
Tiempos de Flipper y Skippi.
Tiempos de Onán y solar.
Imberbe y delgado andaba
cantando por los rincones
pedazos de tus canciones.
Dicen que desafinaba.
Eran tiempos de Plan Jaba.
Tiempos de acné juvenil.
Calculaba: en el 2000
yo tendría 33.
Qué lejana la adultez.
Qué largo era el mes de abril.
Y ahora aquí me ves, gastando
papeles en recordarte.
Recuperando una parte
de mi vida. Confesando
que todos —duros y blandos,
desafectos y afectivos—
somos hijos putativos
de aquella voz falseteada,
de una cabeza ladeada...
que todos fuimos cautivos
de tus cantos, trovador.
Con velas y fosforeras.
En avenidas y aceras,
entre un fusil y una flor.
Hasta tus cambios de humor
nos parecían poéticos.
Y tus silencios proféticos.
Y tu ojalá el Ojalá.
Mi generación está
—los felices, los patéticos,
los negros y los rubitos,
los hombres y las mujeres,
los finos y los aseres—
marcada por varios hitos.
Y uno eres tú. Monolitos
te hemos levantado dentro
de cada uno, en el centro
de nuestra propia existencia.
Monolitos de inocencia.
Efigies para el reencuentro
Contigo, en algún lugar
de la isla o la memoria.
Toda vida es transitoria,
pero tú —viejo juglar,
rapsoda espectacular—
te has repartido en canciones,
y éstas en palpitaciones,
y éstas en ratos felices,
y éstos en hondas raíces
dentro de otros corazones.
Por eso ahora he querido,
en este confesionario
con forma de epistolario,
escribírtelo al oído.
Gracias por haberme sido
útil en la adolescencia.
Gracias por la persistencia
(léase, testarudez).
Gracias por la sencillez.
Gracias por la coherencia.
Por último, te confieso
que cuando te di la mano
por vez primera —un lejano
domingo— me sentí preso
de tal emoción, fue un peso
tan grande lo que sentí,
que charlamos como si
fuera lo más natural,
pero la pasé muy mal.
Silvio estaba junto a mí,
vaso de ron en la diestra,
con su perfil vallejiano,
su silencio boddyliano,
su cara de Obra Maestra.
Desde entonces tu-mi-nuestra
amistad ganó el derecho
a crecer, y satisfecho
he vuelto a hablarte y a verte.
Sólo me faltaba hacerte
una carta. Ya la he hecho.
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