Silvio Rodríguez Domínguez,
mayo de 1998.
Un año muy esperado por decenas de miles de jóvenes cubanos. Sobre todo por los que en esa fecha concluiríamos nuestro Servicio Militar Obligatorio (SMO), vigente desde 1964.
Éramos de las ciudades y los campos, los primeros muchachos llamados a filas en virtud de una ley que apelaba al sagrado deber de servir y defender la Patria. Durante tres largos años habíamos vivido en campamentos, saliendo de permiso rara vez, entrenándonos en fuerzas de infantería, marina y aviación.
Aprendimos a familiarizarnos no sólo con el armamento sino con la técnica de un ejército que por entonces disponía de notables recursos. Y aunque por la disposición y el nivel escolar algunos fuimos aptos enseguida para misiones complejas, estaba escrito que durante todo nuestro tiempo en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) no superaríamos la condición de reclutas. Para que se nos identificara como integrantes del SMO y no como soldados, debíamos llevar un brazalete. Fue cuando los soldados rasos recibieron el honroso título de “guardias viejos” y todo el mundo, hasta los civiles, nos reconocía como “reclutas ” u “hombres de siete pesos”, pues tal era el estipendio que, por ley, nos tocaba.
Pero sucedió que cuando llegaron los anhelados días de 1967, nos enteramos de que sólo le darían de baja a quienes tuvieran trabajo garantizado en la vida civil.
Aquella noticia desató el corre-corre en los que estábamos locos por dejar el verde obligatorio y llevar el pelo como nos diera la gana.
Yo, que ya tocaba la guitarra e incluso me preparaba para una grabación, fui a ver a mis viejos compañeros del semanario Mella, que ahora trabajaban en un periódico recién fundado, llamado Juventud Rebelde. Allí me reencontré con Virgilio Martínez, con el gordo Ayús, con el gallego Posada y hasta con Víctor Casaus, que ahora escribía en un tabloide que le decían El Caimán Barbudo.
Cuando les expliqué lo que me pasaba, me dijeron: “Vamos a hablar con el director, que él te resuelve esa carta enseguida”. Y así fue. El director se llamaba Félix , como mi abuelo, y era un tipo de unos 30 de años, al que le decían “el loco Sautié”. Yo había llevado algunos dibujos para que los evaluaran, porque no le tenía mucha fe a la música y quería garantizar en lo que ya tenía experiencia: historietas, emplane y diseño gráfico. Por suerte, en mi tiempo en las FAR no me había estancado. Aún cuando hacía preparación combativa, también me solicitaban ayuda en el trabajo gráfico. Incluso en el último año había trabajado en dos importantes revistas militares.
O sea: que pude desmovilizarme gracias aquella carta que decía que en el departamento de dibujo de Juventud Rebelde me esperaba un puesto. Claro que aún faltaba un requisito. Porque, para desmovilizarme, todavía debía trabajar en una una zafra azucarera.
Uno de los centrales al que las FAR mandaba macheteros, era el Camilo Cienfuegos, antiguo Hersey, pegado a Santa Cruz del Norte. Para allá me mandaron en un tren. Pero no estuve muchos días en el corte. Enseguida se dieron cuenta de que promediaba poco y acabé en una báscula de cañas. Días después me enfermé de la garganta, que ya era mi padecimiento antes de volverme trovador, y mi familia me fue a ver y me encontró emburujado en trapos sucios y temblando.
Varias veces he contado que me desmovilizaron un día y al día siguiente estaba debutando en un programa estelar de la Televisión Cubana. Lo vuelvo a mencionar porque siempre me he sentido muy agradecido de aquellas personas que confiaron en mi, a pesar de hacer canciones con dos o tres acordes. Tomando en cuenta el nivel de ingenio y talento que por entonces hacía gala la canción cubana.
El primer responsable de aquel vertiginoso cambio en mi vida fue el extraordinario pianista y director musical Mario Romeu. El propuso presentarme en “Música y Estrellas”. En segundo lugar Manolo Rifat, que dirigía el programa y le hizo caso. En las semanas siguientes intervino también el escritor de aquel espacio, Orlando Quiroga.
Hay otras personas que inmediatamente tuvieron que ver mucho con mi continuidad en el medio televisivo, donde nunca me sentí muy cómodo pero al que reconozco haber dado a conocer mi trabajo inicial. Hablo de Juan Vilar, de Marta Hernández, de Huberto García Espinosa y de Eduardo Moya. Juanito, Hubertico y Moya, además, tuvieron que cortar muchas cañas y abrir muchos huecos en el cordón de La Habana, cuando después me botaron de la Televisión, hace ya más de cuatro décadas.
En 1989, la Gaceta de Cuba pidió a varias personas que escribieran sobre un año específico. Un año que recordaran especialmente. Yo escogí 1967 porque, desde que empezó, intuí que iba a ser fundamental para mi. Sonará raro pero así lo escribí en los primeros días de enero de aquel año, en una agendita que usaba cuando trabajaba en la Revista Verde Olivo.
Por delirante que parezca, todo lo que narra esta tetralogía es cierto. Hasta la canción.
A continuación el texto publicado en la Gaceta de Cuba:
Así, y con cara de quién sabe qué, entro por fin al aire acondicionado y me pongo ligeramente en posición de firme –no del todo, porque en la revista no se usa eso y no quiero que el Jefe piense que estoy bajando apendejamiento o guataquería– y espero calladito, hasta que se digne a sacar los ojos del papel seguramente importantísimo que lee, cuando en eso suena el teléfono afuera, en el buró del oficial de guardia, quien se asoma y dice que es para mi. El Jefe, sin levantar la vista, me dice: “Usa ése”, señalando uno de los tantos aparatos que tiene sobre la mesa. Lo tomo y es Zulema –Dios mío, la loca de Zulema a esta hora– que, automáticamente, como una vitrola con una peseta, da rienda suelta a su rutina de que cuándo nos vamos a ver, que está acabadita de bañar y con toda la piel cubierta de goticas de agua –hace tanto calor–, que quién tuviera una lengüita secadora y que mira, ahora mismo se va a pasar el teléfono por donde yo sé, para que escuche crujir lo que yo sé, y yo más blanco que la hoja importantísima que el jefe está leyendo, hasta que éste alza la mirada y me dice: “Y a ti ¿qué te pasa?”. Entonces me desprende el teléfono de la mano –que hace una involuntaria resistencia–, se lo pone al oído, frunce el ceño y mientras cuelga murmura algo sobre la puñetera estática en las comunicaciones. Acto seguido me suelta la perorata de rigor, de la cual lo único que escucho son las últimas palabras, que me sé de memoria: “…hasta que yo me acuerde”, y salgo de allí más muerto que vivo, sin saber qué decir a los socios que preguntan cuál fue la sentencia, ni dónde coño estaré cuando el jefe se digne a recordarme.
Y esa madrugada, lógicamente, me clavan la guardia más sabrosa, la de 3 a 6 –mal rayo los parta–, que por supuesto aprovecho para practicar un acorde nuevo que suena rarísimo, pero con tremendo suín.
En la televisión te bautizan con el signo de Caín porque no te da la gana de coger la ropa esa, de la tienda especial para artistas, con la que debes salir en la pantalla para lucir correctamente burguesito. Abráse visto. ¿Para salir a la calle y parecer marciano? Todo el mundo con una camisita de apéame uno y tú con un saco de lamé. Combatientes de harapos y greñas de gloria que pretenden vestirte como el poder que derribaron. Qué bonito, qué poco sospechoso, qué natural, qué armónico. Ya sé que Lénin definió la cosa en el congreso de Proletcult: convivir con lo válido del pasado, el viejo Tolstoi y eso, pero el otro León no hubiera transado con esa jiña de cuello, corbata y lentejuelas.
¿Qué diría el argentino de estas cosas? ¿Dónde estará metido, con la falta que hace? Es cierto que el mundo está de madre, pero esto también. Por eso yo pensaba que había que morder el cordobán aquí en el patio y no entendía lo del internacionalismo. Fue suerte no ser militante cuando aquella vez, en mi unidad, pasaron la planilla de disposición. Pero desde entonces transcurrieron tres años. Ahora lo entiendo demasiado y si los misteriosos acapararon el derecho a irse, que se jeringuen y me aguanten aquí, porque esta jodida existencia se juega al duro o no se juega. Lo otro es ilusión y abalorios, máscaras, pura mierda.
mayo de 1998.
mayo de 1998.
Un año muy esperado por decenas de miles de jóvenes cubanos. Sobre todo por los que en esa fecha concluiríamos nuestro Servicio Militar Obligatorio (SMO), vigente desde 1964.
Éramos de las ciudades y los campos, los primeros muchachos llamados a filas en virtud de una ley que apelaba al sagrado deber de servir y defender la Patria. Durante tres largos años habíamos vivido en campamentos, saliendo de permiso rara vez, entrenándonos en fuerzas de infantería, marina y aviación.
Aprendimos a familiarizarnos no sólo con el armamento sino con la técnica de un ejército que por entonces disponía de notables recursos. Y aunque por la disposición y el nivel escolar algunos fuimos aptos enseguida para misiones complejas, estaba escrito que durante todo nuestro tiempo en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) no superaríamos la condición de reclutas. Para que se nos identificara como integrantes del SMO y no como soldados, debíamos llevar un brazalete. Fue cuando los soldados rasos recibieron el honroso título de “guardias viejos” y todo el mundo, hasta los civiles, nos reconocía como “reclutas ” u “hombres de siete pesos”, pues tal era el estipendio que, por ley, nos tocaba.
Pero sucedió que cuando llegaron los anhelados días de 1967, nos enteramos de que sólo le darían de baja a quienes tuvieran trabajo garantizado en la vida civil.
Aquella noticia desató el corre-corre en los que estábamos locos por dejar el verde obligatorio y llevar el pelo como nos diera la gana.
Yo, que ya tocaba la guitarra e incluso me preparaba para una grabación, fui a ver a mis viejos compañeros del semanario Mella, que ahora trabajaban en un periódico recién fundado, llamado Juventud Rebelde. Allí me reencontré con Virgilio Martínez, con el gordo Ayús, con el gallego Posada y hasta con Víctor Casaus, que ahora escribía en un tabloide que le decían El Caimán Barbudo.
Cuando les expliqué lo que me pasaba, me dijeron: “Vamos a hablar con el director, que él te resuelve esa carta enseguida”. Y así fue. El director se llamaba Félix , como mi abuelo, y era un tipo de unos 30 de años, al que le decían “el loco Sautié”. Yo había llevado algunos dibujos para que los evaluaran, porque no le tenía mucha fe a la música y quería garantizar en lo que ya tenía experiencia: historietas, emplane y diseño gráfico. Por suerte, en mi tiempo en las FAR no me había estancado. Aún cuando hacía preparación combativa, también me solicitaban ayuda en el trabajo gráfico. Incluso en el último año había trabajado en dos importantes revistas militares.
O sea: que pude desmovilizarme gracias aquella carta que decía que en el departamento de dibujo de Juventud Rebelde me esperaba un puesto. Claro que aún faltaba un requisito. Porque, para desmovilizarme, todavía debía trabajar en una una zafra azucarera.
Uno de los centrales al que las FAR mandaba macheteros, era el Camilo Cienfuegos, antiguo Hersey, pegado a Santa Cruz del Norte. Para allá me mandaron en un tren. Pero no estuve muchos días en el corte. Enseguida se dieron cuenta de que promediaba poco y acabé en una báscula de cañas. Días después me enfermé de la garganta, que ya era mi padecimiento antes de volverme trovador, y mi familia me fue a ver y me encontró emburujado en trapos sucios y temblando.
Varias veces he contado que me desmovilizaron un día y al día siguiente estaba debutando en un programa estelar de la Televisión Cubana. Lo vuelvo a mencionar porque siempre me he sentido muy agradecido de aquellas personas que confiaron en mi, a pesar de hacer canciones con dos o tres acordes. Tomando en cuenta el nivel de ingenio y talento que por entonces hacía gala la canción cubana.
El primer responsable de aquel vertiginoso cambio en mi vida fue el extraordinario pianista y director musical Mario Romeu. El propuso presentarme en “Música y Estrellas”. En segundo lugar Manolo Rifat, que dirigía el programa y le hizo caso. En las semanas siguientes intervino también el escritor de aquel espacio, Orlando Quiroga.
Hay otras personas que inmediatamente tuvieron que ver mucho con mi continuidad en el medio televisivo, donde nunca me sentí muy cómodo pero al que reconozco haber dado a conocer mi trabajo inicial. Hablo de Juan Vilar, de Marta Hernández, de Huberto García Espinosa y de Eduardo Moya. Juanito, Hubertico y Moya, además, tuvieron que cortar muchas cañas y abrir muchos huecos en el cordón de La Habana, cuando después me botaron de la Televisión, hace ya más de cuatro décadas.
En 1989, la Gaceta de Cuba pidió a varias personas que escribieran sobre un año específico. Un año que recordaran especialmente. Yo escogí 1967 porque, desde que empezó, intuí que iba a ser fundamental para mi. Sonará raro pero así lo escribí en los primeros días de enero de aquel año, en una agendita que usaba cuando trabajaba en la Revista Verde Olivo.
Por delirante que parezca, todo lo que narra esta tetralogía es cierto. Hasta la canción.
A continuación el texto publicado en la Gaceta de Cuba:
1967
I
Al fin me dieron la baja. Tres años con tres meses de espera. Llegué a pensar
que la demora era un castigo por las fugas, que se me iba a enredar la pira en
alguna maraña de las mías. Me parece estar viviendo aquella noche en que llegué
como a las 11 y encontré un chofer con casco y Aka-M en la puerta de la revista.
Desde que lo vi supe que estaba en llamas: otro estado de alerta. ¿Cuántos son?
Perdí el conteo hace milenios. Estamos en zafarrancho de combate desde que
cumplí 12, y ya ando los 20. Ahora, para colmo, otra vergüenza más. Por eso
evito el ascensor y agarro la escalera, para estirar la cosa, llegar arriba y
sentarme a esperar a que termine el que está despachando con el Jefe, para
entonces escuchar la levedad temible de su voz diciendo: “Dile que entre”. No
hace falta ni mencionar mi nombre, todo el mundo sabe que me volvieron a coger
fuera de base y que tengo arriba tremenda cabeza de caballo. Bonito fuera que
ahora, a punto de cumplir, me manden para la bendita UMAP, profecía que me
vienen haciendo en todas las unidades. Debiera saber mostrar cara de niño bueno,
pero no sé cómo me lucen las caras que pongo y me da pena practicar con el
espejo: parezco un comemierda. Ante el cristal sólo ensayo semblante de duro, de
furioso, de ácido; pero la gente, no más de verme, piensa que si me soplan puedo
salir volando. ¿Qué le digo al teniente? ¿Qué estaba en la Biblioteca Nacional?
Nananina, porque allí me buscaron mientras estaba tomando leche fría, en casa de
mi madre. Eso no me lo cree ni Cristo. Más fácil es decir que estaba con alguna
niña, haciendo cochinadas por ahí. Eso siempre cae simpático, te ven machito y
se despierta el factor solidario. Jodido estoy si suelto lo del litro de leche.
¿Quién ha visto a John Wayne tomando leche? Por eso me paro ante la puerta con
su letrero lumínico de lasciate omni speranza voi chi entrate, sacando
cuentas y revisándome los botones, cuando me acuerdo que me han mandado a pelar
70 veces y yo metiendo curvas, procurando que la baja no me sorprenda con el
pelo al rape. Estoy requetejodido. De esta me pudro picando asesinas en un
central.Así, y con cara de quién sabe qué, entro por fin al aire acondicionado y me pongo ligeramente en posición de firme –no del todo, porque en la revista no se usa eso y no quiero que el Jefe piense que estoy bajando apendejamiento o guataquería– y espero calladito, hasta que se digne a sacar los ojos del papel seguramente importantísimo que lee, cuando en eso suena el teléfono afuera, en el buró del oficial de guardia, quien se asoma y dice que es para mi. El Jefe, sin levantar la vista, me dice: “Usa ése”, señalando uno de los tantos aparatos que tiene sobre la mesa. Lo tomo y es Zulema –Dios mío, la loca de Zulema a esta hora– que, automáticamente, como una vitrola con una peseta, da rienda suelta a su rutina de que cuándo nos vamos a ver, que está acabadita de bañar y con toda la piel cubierta de goticas de agua –hace tanto calor–, que quién tuviera una lengüita secadora y que mira, ahora mismo se va a pasar el teléfono por donde yo sé, para que escuche crujir lo que yo sé, y yo más blanco que la hoja importantísima que el jefe está leyendo, hasta que éste alza la mirada y me dice: “Y a ti ¿qué te pasa?”. Entonces me desprende el teléfono de la mano –que hace una involuntaria resistencia–, se lo pone al oído, frunce el ceño y mientras cuelga murmura algo sobre la puñetera estática en las comunicaciones. Acto seguido me suelta la perorata de rigor, de la cual lo único que escucho son las últimas palabras, que me sé de memoria: “…hasta que yo me acuerde”, y salgo de allí más muerto que vivo, sin saber qué decir a los socios que preguntan cuál fue la sentencia, ni dónde coño estaré cuando el jefe se digne a recordarme.
Y esa madrugada, lógicamente, me clavan la guardia más sabrosa, la de 3 a 6 –mal rayo los parta–, que por supuesto aprovecho para practicar un acorde nuevo que suena rarísimo, pero con tremendo suín.
II
¿Dónde está el Che? Yo aquí, comiendo mierda en la Televisión Cubana, en
medio de gente de otra onda (y algunas buenas hembras) y el Che quién sabe dónde
jugándosela por uno, por América Latina, el tercer mundo, el universo y hasta
por esta gente y sus culitos de transición. Dicen que a Iris la cogieron presa
con un grupo, yéndose en un bote, y que cuando en Villa Marista la interrogaron
dijo que iban a hacerse guerrilleros. Partían por la costa sur. Capaz que
hubieran llegado a Isla de Pinos y les hubieran caído a tiros. Yo sabía que a
alguien se le iba a ocurrir meterle mano a esa idea, porque si no estás en el
circuito de la confianza estás jodido. Hay gente que se cree dueña hasta del
derecho a ser solidario, creen tener la llavecita que abre el portón de la
insurgencia universal. Carné para los sentimientos. Está bien, ellos hicieron LO
Revolución, pero ¿y qué?, ¿más nadie puede? Claro, a mí me tocó la generación de
los pelúos, la que no se pone las bataholas esas de los años 50, y eso despierta
suspicacias. ¿Y por qué coño uno no puede ser guerrillero y ser moderno? Uno
puede ser zurdo y de Matanzas, como dice Piniella. Pero los sabrosones con
salvoconducto para conspirar andan con camisas McGregor, tienen un Rolex Oister
y ruedan Vedoblevés con chapas estatales. Son los misteriosos, que siempre miran
como si te supieran algo. Porque uno es un conflictivo, uno es un desviado
intelectual, uno come helados en Coppelia hasta las tres de la mañana, cosa muy
sospechosa, muy extraña y digna de investigación; uno hace canciones raras,
surrealistas, movimiento de la decadencia occidental; a uno le gusta la música
beat y ojo con la batería extranjerizante, imperial y sajona, ojo con esas
extravagantes notas musicales. Luego te enteras de que el que te hace la vida un
yogur tiene la colección completa de los Beatles, además de tronco de equipo
estereofónico.En la televisión te bautizan con el signo de Caín porque no te da la gana de coger la ropa esa, de la tienda especial para artistas, con la que debes salir en la pantalla para lucir correctamente burguesito. Abráse visto. ¿Para salir a la calle y parecer marciano? Todo el mundo con una camisita de apéame uno y tú con un saco de lamé. Combatientes de harapos y greñas de gloria que pretenden vestirte como el poder que derribaron. Qué bonito, qué poco sospechoso, qué natural, qué armónico. Ya sé que Lénin definió la cosa en el congreso de Proletcult: convivir con lo válido del pasado, el viejo Tolstoi y eso, pero el otro León no hubiera transado con esa jiña de cuello, corbata y lentejuelas.
¿Qué diría el argentino de estas cosas? ¿Dónde estará metido, con la falta que hace? Es cierto que el mundo está de madre, pero esto también. Por eso yo pensaba que había que morder el cordobán aquí en el patio y no entendía lo del internacionalismo. Fue suerte no ser militante cuando aquella vez, en mi unidad, pasaron la planilla de disposición. Pero desde entonces transcurrieron tres años. Ahora lo entiendo demasiado y si los misteriosos acapararon el derecho a irse, que se jeringuen y me aguanten aquí, porque esta jodida existencia se juega al duro o no se juega. Lo otro es ilusión y abalorios, máscaras, pura mierda.
III
No puedo parar de hacer canciones, no sé cómo decir lo que veo, lo que
siento. Siempre quisiera más que lo que logro. ¿Seré malo? ¿Seré ambicioso? ¿Le
habrá pasado esto a Prometeo? Vietnam no me cabe en una canción, ni la
burocracia, ni el oportunismo, ni los ojos azules de Tu Beso, aguados en la
semipenumbra del hotel Rex (Tiranosaurio Rex, toda la vida, como dice Alomá).
Las calles no me caben en una canción, ni los perros nocturnos, ni este borracho
envuelto en vómitos que ronca a mi lado mientras espero la confronta. Hay
hormigas circunvalando mis botas rusas. Son una hilera larga y llevan una
cucarachita boca arriba, como para un entierro. Qué silencio pesado el de esta
hora y qué ruido de tripas. Aquí llega el aroma de la panadería, pero no puedo
aparecerme por tercera vez en esta semana diciendo que sólo tengo el medio de la
güagüa. Descaro never. Al fin y al cabo sólo soy otro insomne en la ciudad,
defenestrado por la jeva: La Catedrática no soporta que acostado y en plena
madrugada agarre la otra mujer y me la ponga encima. A esta hora Coppelia ya
está en sumna, y Alí Lafuán y El Tránsfuga deben haber llegado a la Casbah. No
tengo más remedio que irme solo hasta casa de Argelia, despertar a María para
quitarle el colchón del box-spring y arrastrarlo hasta la sala, para luego
colarme en el baño a tocar bajito la procesión de hormigas que se me acaba de
ocurrir, tratando siempre de no acostarme demasiado tarde, porque mi madre
necesita temprano la sala de peinar y poner tintes. Dos mil y pico de pelos han
tumbado los vietnamitas. Si cada avión cuesta mil millones, ¿cuánto dinero en
armas se gasta en yankilandia? ¿Qué se podría hacer con tanto? Industrializar el
país, llenarlo de carreteras, museos, teatros y comprar brujón-pila-montón-puñao
de libros de ediciones Aguilar. Más comida y más transporte, el famoso metro,
cero libreta. Se podrían traer instrumentos y yo a lo mejor hasta me empato con
una guitarra eléctrica. Caca, excreta, miasma, mierdísima es lo que tengo en el
moropo: estoy penetrado. Pero qué bestial que el mundo en vez de bombas hiciera
música. “Haz el amor, no la guerra”, como decían aquellos chamas yankis que
fueron a “Mientras Tanto”, flower power. Gente del country de los ácidos
luciferinos que hacen pintar mujeres-soles al pintor de las mujeres-soles. SRD
es como LSD, o sea vuelo, cosmos, Buck Rogers, cómics, revista Mella, crisis de
octubre –allá va eso–: tercera guerra mundial. Dondequiera aparece una bomba
atómica y yo necesitando un pan con güagüa. ¿Por qué me decido? ¿Me quedo en La
Habana o voy al (ratatá-ritití) Primer Festival de la Canción Popular de
Varadero? (cantar por cantar, ese es Zu-lemaaa, su re-li-gioooón, ¡pingón!). Me
invitó Odilio Urfé, que es buena gente, pero tendría que trabajar en la oscura
gruta del Kawama y para lo único que sirven los clubes es para apretar –gente
curdando, metiendo muela y metiendo mano–. ¿El Che cantaría en un club? El Che
esta muerto, mulato, no jodas, calla por pudor, como diría Julio Antonio, el
bacán de la enfermísima Tina Modotti. Voy al Festival, qué carajo, y vengo los
domingos a hacer el Mientras Agonizo, si es que no lo acaban de suspender. Y
allí canto con Marta Valdés y Teresita, conozco a Cotán, a Sonorama 6, aprendo a
tomar Carta Oro, me arrebato, hago un intercambio de dedos bajo la mesa con una
lesbiana famosa y preciosa, y al día siguiente le constato un ojo ponchado por
Billy the Kid, su apetitoso compromiso. Allí veo un ovni en un amanecer. Allí
escribo “Esta Canción”, el día que cumplo veintiuno. Y allí, por último, Luis
Taboada, recuerdo que esta mismísima noche de vacilación y degenere, sin perol y
aún con menos de masticar, arrojado a la intemperie por una ninfómana celosa
(allá ellas), opto por el pan caliente que me hace llegar “herido de sombras”
hasta la puerta de mi madre, introducir un fósforo en vez de la llave, e ir en
cámara lenta hasta mi hermana que sueña con huir de la casa, despertarla la
pobre y cargar el colchón, para por fin correr al baño y encerrarme
irremediablemente solitario, a jugarme la vida con
IV
Los funerales del insecto
Hace un rato, solo, he visto
a un insecto agonizar.
Y he pensado:
no hay remedio,
nadie va a su funeral.
a un insecto agonizar.
Y he pensado:
no hay remedio,
nadie va a su funeral.
El insecto agonizaba.
Yo empezaba a canturrear
la canción más solitaria
que haya escrito sin llorar,
pues me puse a comparar:
Yo empezaba a canturrear
la canción más solitaria
que haya escrito sin llorar,
pues me puse a comparar:
¿Qué hará la tierra con los huesos
del que muere sin regreso,
en virtud de su ambición?
Sus funerales sin amigos,
sus adioses sin testigos,
sus domingos sin amor
serán como el del insecto aquel,
muriendo solo, sin después.
Morir así es no vivir,
morir así es desaparecer.
del que muere sin regreso,
en virtud de su ambición?
Sus funerales sin amigos,
sus adioses sin testigos,
sus domingos sin amor
serán como el del insecto aquel,
muriendo solo, sin después.
Morir así es no vivir,
morir así es desaparecer.
La pobre gente que dispone
de la vida por oscuros corredores
¿qué se hará?
Y los que venden la palabra,
los que ríen, los que no hablan,
¿quiénes los despedirán?
Serán como el insecto aquel,
muriendo solo, sin después.
Morir así es no vivir.
Morir así es desaparecer
…totalmente.
Silvio Rodríguez Domínguez,de la vida por oscuros corredores
¿qué se hará?
Y los que venden la palabra,
los que ríen, los que no hablan,
¿quiénes los despedirán?
Serán como el insecto aquel,
muriendo solo, sin después.
Morir así es no vivir.
Morir así es desaparecer
…totalmente.
mayo de 1998.
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