Elejoda a los 60 de un trovador. De ti y contigo.
“Que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero”.
Elegía a Ramón Sijé. Miguel Hernández.
No suelo subestimar la inteligencia de nadie, pero hoy, sin ese ánimo, comienzo por aclarar de qué va el título de esta historia.
Cuentan los diccionarios eruditos y aclaratorios que una elegía es una composición poética de género lírico, que sirve de homenaje, pero en tono de lamento ante la muerte o la desgracia. Por su parte, la oda, es una composición, también poética y de género lírico, también de homenaje, pero en tono más alegre y de alabanza.
Como hoy, a los 19 días del mes de octubre del año 2020, nos reunimos para conmemorar el sexagésimo aniversario del natalicio de Francisco Gilberto Delgado Más y, atendiendo a que su vida, como la del resto de los mortales, pero en su caso “más”, ha estado compuesta de desgracias y alegrías, de temas serios y de chanzas, nada mejor que homenajearle con una composición sin métrica, con cierta carga de lirismo, que sirva de alabanza a su vida, que combine la elegía con la oda, por eso la “elejoda”, y para que, como es habitual, él le joda la vida a los incompetentes, los mediocres, la gente desleal, los desagradecidos a quienes ha hecho (y hará) las cosas más difíciles con sus canciones vigilantes.
Creo que casi todo el mundo sabe que nació en Pinar del Río, que a pesar de las sucesivas divisiones político-administrativas aún es pinareño. Lo que tal vez sea menos conocido es que en sus primeros años fue, junto a su familia, un consolador, pero cuando pudo tomarle el gustillo alguien muy pacato y frustrado decidió quitarle los encantos y así se convirtió en consolareño, el modo en que llaman a los oriundos de Consolación del Sur. Igual, el propio nombre de su lugar de origen es sonoro y tierno, como un refugio allá en el fondo de los lugares, algo sobre lo que volveré más adelante.
Lo conocí en los camilitos, por 1975, en una etapa de nuestras vidas en la que dos años de diferencia se hacían notar demasiado. Frank cantaba y tocaba la guitarra con las notas que robaba de los sabios del Cubanaleco en los fines de semana, era grande y un poco inalcanzable para mí, demasiado chiquito, enclenque, casi insignificante. Por esa época un poco me convertí en su fan porque me escabullía tras él en las fiestas rockeras nocturnas en el albergue de “Nardy” el de El Sevillano, o en “La Colmena” (como llamábamos a aquel local cerrado con celosías debajo del albergue de las muchachas) y alguna que otra vez de polizonte en los domingos de hit parade, cuando el espacio radiofónico no estaba saturado y podíamos escuchar aquella emisora de Arkansas que nos permitió articular la primera frase en inglés, en una escuela militar, donde se enseñaba ruso y el inglés era el idioma del enemigo y, por consiguiente, era casi un delito escucharlo o hablarlo. “Baker Street, Little Rock, KAAY” gritábamos a coro con el locutor de voz ronca y rockera.
Lo perdí de vista cuando se fue de la escuela y no lo volví a ver hasta mediados del año 81, por esas cosas que tiene la vida en que la gente que está destinada a encontrarse se encuentra. Pita, uno de los mejores amigos que haya tenido, y tengo, con quien anduve desde los camilitos y durante nuestros estudios en la universidad, vivía justo al frente de Gerardo Alfonso, a quien agradezco haberme enseñado los primeros acordes y trucos en la guitarra. Comenzaba a gestarse la generación de los topos, el café cantante, la glorieta del parque de H y 21, la casa del joven creador, el apartamento encima del Potín, las descargas en todas partes y la alegría de volver a encontrar a aquel conocido de los camilitos quien ya era alto, delgado como su apellido y no solo interpretaba canciones, sino que las componía.
Recuerdo que con Pita nos aprendimos Río Quibú, El Son de la muerte y Amor de balcones (o Patrimonio de la humanidad) en una noche. Teníamos que descargarle a unas muchachas al día siguiente y había que llegar con algo nuevo e impresionante. Las canciones de Frank eran las más indicadas, crítica social comprometida, jodedera y lirismo amoroso, un todo incluido para el tumbe. Todavía no le he agradecido Frank la gentileza aunque ni se enteró, ni le consultamos y mucho menos pudo disfrutar el éxito de su obra.
Tuve un momento de ruptura con la generación de los topos por mis propias razones. Aquella gente eran unos monstruos, Santy, Donato, Frank, Gerardo, Carlos, Xiomara, José Antonio Quesada, Tosca y muchos otros quienes sin una sola alusión directa me pusieron en mi sitio. De la música no iba a poder ni sobrevivir, y aunque vivo agradecido del rumbo que tomó mi vida, procesar la frustración a veces duele y toma su tiempo.
Tú no lo recuerdas, estábamos descargando en aquel apartamento encima del Potín, tomábamos té con coronilla, Pedro Luis había cantado y nos dejó a todos inspirados, tú y Gerardo cantaron luego, y cuando ya la guitarra estaba a disposición de la parte baja del bullpen, yo tenía en la mirilla a una muchacha, le solté una canción que recién había compuesto y tú la escuchabas. Cuando terminé me dijiste con el más tierno e interesado de los tonos, coño asere no había oído esa canción de Silvio. Por suerte no había mencionado el origen. Pero fue un llamado de alerta, esa señal de “por ahí no va la cosa”. Nunca hablamos de eso y quiero que sepas que ni aquella noche, ni después me sentí mal contigo. Todo lo contrario. Lo único que recuerdo fue el tono afable y de interés real con que me hablaste.
Yo te perdí la pista, pero el Pita se acercó más aún. Ya estabas crecido como compositor, habías regresado de Angola, te habías enfrentado a la deuda de tiempo que los burócratas te cobraban y que Silvio resolvió de un telefonazo solidario. Transcurrían aquellas tardes de mojitos en La Bodeguita con Joel Suárez y de filosofar con mi brother de la vida por las calles donde Hemingway pisó adoquines de madera. Los tiempos de cocinas y platos suculentos y luego esa especie de destierro, aunque sin desarraigo en los que te aburrías de las columnas de La Habana y arrancabas para donde te diera la gana.
Durante un tiempo parecía que andaba tras tus pasos, en las Peñas del Almendares, por el País Vasco, o en Buenos Aires. En el 99 ya vivíamos en el mismo barrio y nos tropezamos de nuevo justo en la puerta del mercado de Flores. Acababa de regresar de Morón, de conocer a Carlos, Ely, Silvia, la gente del café internet con la que hacía poco habías estado y que me regalaron el CD “La Habana está de Bala”. Curiosamente, había estado en Casa de las Américas cuando el concierto de “Trovatur”, pero no me empaté con el disco hasta recién que me lo regalaste junto a toda tu obra. Tuve que fusilar tus canciones desde un cassette TDK azulito de 90 minutos que cargaba conmigo a todas partes. Pero en medio de esa crisis que nuestros elaboradores de eufemismos denominaron “Período Especial”, tus letras y músicas me salvaban la conciencia y tenían la virtud de, cual Aristóteles contemporáneo, poner las cosas en el justo medio.
Te tenía como una especie de termómetro, un mentelómetro que me permitía saber, con muy poco margen a error, por dónde andaban la apertura o la censura en la cabeza de mis interlocutores. Tuve un colega de trabajo con quien viajé varias veces. En el 98 logré que fuera conmigo a los Estados Unidos y, por supuesto, visitamos a todos sus primos peterpanes en Miami. Fueron jornadas lindas unas, desafortunadas otras. Pero si tuviera que mencionar el momento más importante para mí fue justo en una descarga en la que apareció una guitarra, y ya con unos cuantos whiskeys en sangre cantaba “La otra orilla” y una de las primas de mi colega, quien no era más recalcitrante porque no se levantaba más temprano, pero quien tenía un corazón muy noble, se nos acercó por detrás, nos abrazó y nos dijo, “ustedes y el que canta eso son los originales, nosotros nos convertimos en copias malas”. Fue por ti, Frank, fue por la capacidad de conmover el alma y remover las conciencias que tiene tu obra, nunca tuve la menor duda. A fin de cuentas soy un intérprete bastante mediocre de tus canciones y, como dice Cristinito, solo las descompongo y son de mi copia inspiración.
Luego Danay nos volvió a juntar y esta vez amarramos bien los cabos, tanto, que yo que soy lo más rebencúo del mundo, disfruté siendo tu transportista oficial durante un buen tiempo, hasta que el polaco resistió. No tienes idea la alegría cada vez que llegabas al cuarto piso, jadeando, pero ibas directo para la cocina a forrajear lo que había y mis calderos sonaban como los del perro del dibujo animado de Floppy. En tiempos en los que los afectos están sobrevalorados y son solo una fracción de bytes para buena parte de la humanidad, me alivia mucho la certeza de la hermandad que nos une, que nuestros afectos no se han afectado y no se afectarán por cambios de parecer o de modos de vivir.
Por último, y no menos importante o “last but not least”, para que suene con más caché, hay dos de tus virtudes que quiero alabar o ensalzar, aunque debería ser al contrario, primero uno se ensalza y luego, para quitarse las manchas uno va alabar. Así que, para no complicar las cosas, voy a hablar bien de ti por otras dos razones.
A Sigmund Freud le atribuyen la frase de que el alcohol es la vía directa del inconsciente, una amiga muy querida decía que cuando el alcohol entra, la verdad sale. Ya sabemos que tu preocupación por tu estado de salud está bastante cercana a la hipocondría y que, a base de extrasístoles, has disminuido ostensiblemente el deleite por la libación de licores, incluso, los de alta gama. Sin embargo, y te hago pública la confesión, siempre me ha encantado verte ebrio. Te sale toda la nobleza, la bondad, abrazas a la gente, estás sonriente todo el tiempo, te vuelves una versión a pantalla completa de un osito del cariño. A este mundo le falta mucha ternura, le falta la sencillez del alma, le falta más humildad que a Warren Sánchez, y tú, a pesar de muchas cosas que nos pasan, haciéndole los honores al poema de Fayad Hamis, te atreves a querer y a expresarlo.
A tus 60 has honrado tu lugar de nacimiento con creces, has consolado muchas almas, de muchas y diversas maneras. Yo quiero hablar de ese amparo que siento con tu amistad, del sosiego de sentarnos en la sala de una casa, en la entrada del garage de Migdalia, o en el lugar donde la providencia te ubique, de escucharte conversar, de aprender de ti, de saber que estás ahí, que no te irás.
Como siempre te digo, le pusiste la banda sonora a mi tembitud y a seguirte los pasos ya me he habituado. ¿A quién mejor? Así que ahora que vamos entrando en el último tercio de juego, y aunque todavía tenemos para lanzar unos cuantos innings, quiero que sepas que en esa tercera edad y en el más allá voy a estar a tu lado, como tú y tus canciones lo han estado todo este tiempo conmigo.
Felicidades Brother, nos vemos en los 70 y despues
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