Octubre de 2013. La ausencia del Comandante Chávez aún era una herida abierta y La Patana un oasis de aroma revolucionario en medio de Altamira; en el municipio más opositor, en Caracas. Allí se presenta Vicente Feliú.
Él sabe que algunos amigos estamos presentes, somos un puñado, no más de diez, en una mesa cercana al escenario; nuestra presencia le ofrece confianza en una circunstancia difícil, frente a un público nuevo… y exigente.
Arranca con cualquier tema, no me pregunten cuál, y 200 voces caraqueñas lo corean como si se tratase del último hit en las radios locales. Vicente respira aliviado y hace otra canción, que también coreamos. Y otra, y otra por la mitad, porque de pronto se detiene. Quedamos expectantes. Hay un hombre con una guitarra en el escenario, congelado. Hay silencio. Vicente se excusa, pide permiso, baja la escalerilla y se refugia en una oficina.
Suspenso. Dos minutos más tarde, regresa a la tarima, se guarda el pañuelo con el que acababa de secarse unas lágrimas, y confiesa, conmovido: “gracias, muchachos, es muy grande que se sepan mis cancionges”
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