por Wendy Guerra
A los nueve años, durante unas vacaciones con mi padre en el Grupo Teatro Escambray, anclado en las montañas del centro de Cuba, conocí a Silvio Rodríguez. Entonces era flaquito, con jeans gastados y camisa de rayas azules y blancas, ojos grandes y pelo fino, desflecado, mirada intensa…
Desperté mientras me acomodaba en el asiento trasero de su coche. Era temprano y viajé tres horas mirando sus espaldas. Un poco intranquila en la parte de atrás de un FIAT pequeño, me dormí mientras el silencio de Silvio se hacía profundo. Finalmente, apareció La Habana y él me pidió que cantara alguna cosa, lo que se me ocurriera en el momento. Canté La flor de la canela, Silvio se rió, divertido. No supimos, ninguno de los dos, que era el inicio de una relación con un adulto que jamás crecería. Yo sigo siendo la misma niña de entonces; él sigue siendo aquel flaquito silencioso que guía el coche desde las montanas hasta donde yo pueda encontrar un hogar seguro.
Tiempo después, haciendo cola para verle, conocí a su hija Violeta, quien desde entonces me recuerda un ángel musical, una niña muy blanca de pelo largo que reía y correteaba entre las fuentes del parque. Violeta dibujó con piedra caliza el plano de la calle 23, en El Vedado, sobre el asfalto.
Me indicó dónde quedaba su casa y me invitó para cuando regresara a La Habana en verano.
Esa noche escuché a Silvio cantar por primera vez Unicornio. Es algo que una niña de once años no puede olvidar jamás. Me aprendí la canción de golpe. Estaba enamorada del mítico caballo con un cuerno en la cabeza.
Desde entonces, cuando entro sola a un teatro vacío, alfombrado, de esos que huelen a antiguo, pienso en Silvio con un pie sobre el zapato, apoyado en su propia fuerza y diciendo: «Las flores que dejó no me han querido hablar.»
Crecí, el tiempo se me fue volando. Pronto me lo encontré en vallas, en carteles, en teatros, en cines, en la televisión. En la calle o en casa de algún amigo común. Silvio siempre ha sido un ser de otra galaxia, porque no es alguien que se quede mucho tiempo donde no deba estar. Anda entre sus pensamientos, hablando consigo mismo; tiene suficiente con lo que lleva dentro.
Silvio es, a mi entender, uno de los poetas más grandes del llamado coloquialismo de su generación. Wichi Nogueras, Víctor Casaus, GuillermoRodríguez Rivera, Raúl Rivero y él contaron como nadie el tránsito nocturno de los sesenta hasta el día en que vivimos. No sé cómo, pero la tarde en que regresaba de dormir con mi primer novio, paró en seco el mismo coche, del mismo color, o quizá ya era otro. Paró de un frenazo en plena calle y me saludó. Ese día me llevó hasta la escuela y me preguntó si me había ocurrido algo. Ya había crecido.
No quise responderle. Luego pasaron los años, cada vez con más fuerza. Me casé con uno de sus músicos más queridos, Ernán López- Nussa, y viajamos por España junto a Luis Eduardo Aute. Salvamos la distancia de la edad y lo vi cantar para cientos de miles de personas con la vergüenza y la entereza de quien lo hace para un solo espectador. El Silvio de mi infancia a veces me regaña. No sé si todas las niñas que fui a él le resultan la misma Wendy. Este invierno, el Silvio de mi infancia cumple sesenta años y yo cumplo treinta y seis.
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1 comentario:
Wendy, casualmente me encontré con tu texto. Me ha conmovido tu relato y quiero agradecerte el que nos compartas tus vivencias con Silvio.
Un abrazo desde México.
Edardo, el viejo escaramujo
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