Silvio Rodríguez vuelve Carbó Serviá El Chico, después de algunas semanas. Es la primera vez que la Gira por los barrios repite un lugar. Por lluvia el concierto anterior se retrasó primero. Después el agua malogró el piano y con él la posibilidad de presentar la mayor parte del repertorio previsto, con la participación de dos músicos: Jorge Aragón y Roberto Carcassés, que era el invitado. Silvio cantó entonces algunas canciones, pero “No nos sentimos satisfechos por todo aquello que nos pasó”, dijo. Por eso el regreso, el paso de vuelta.
Esta vez el repertorio fue el previsto, y se sumaron a escena Malva Rodríguez, interpretando al piano Invierno en La Habana No. 1, de Ernán López-Nussa, y el Maestro Emilio Vega. Llegaron también Pancho Amat y el Cabildo del Son, que en efecto hicieron notar “su imponente presencia sonora”, como los presentaría Silvio.
Es cierto que unas semanas es poco tiempo, pero para lo mucho que debe cambiar en esta comunidad de tránsito, uno espera que el tiempo avance más velozmente. Aunque sí lo hace, pero en otro sentido. Carbó Serviá sigue estando en un calendario negativo: va en decadencia, las cosas cambian, pero no progresan, regresan sobre sí mismas, se destruyen en cierta autofagia material, que conduce a otras hambres y a otras duras formas de saciarlas.
El clima hizo una diferencia importante esta tarde. Y los ánimos lucían invernales como el viento, que reforzaba la faz esteparia del lugar. La parte oscura del panorama permanece igual. Pero Roberto Lahera, el delegado, es optimista: todo lo que se sepa sobre nosotros, todo el trabajo que se pueda hacer, en su momento, tendrá algún efecto. Está hablando de la visita de Silvio y sus invitados, que tanto de luz saca a la gente; y de la prensa, claro, que le merece un voto de confianza.
Alfredo no piensa igual. Lleva tantos años como Lahera en Carbó Serviá, y fue optimista. Fue optimista muchas veces. Presa de un optimismo cíclico, que se alternaba con fases de pesimismo, bastante severas, con creciente tendencia al desencanto-desengaño-desilusión, que se espantaban sucesivamente con lo que él llama “el furor”: unos destellos, no pocos momentos en que se ha llenado de carros y visitantes el barrio, o los albergados han sido convocados a cierta reunión a la que debieron asistir con cascos porque los llevarían a un terreno donde estaba en ciernes una obra de construcción de viviendas que ellos terminarían, o se dispone un pequeño puesto médico (que a la larga permanece deshabitado), o llega una brigada y atraviesa la comunidad con una zanja para instalar un conducto que lleve el agua hasta los albergues.
La yerba prolifera ahora en ese hoyo largo. Lo invade, lo habita, como lleno de yerba debe estar el terreno de la obra en ciernes, que en ciernes quedó. La yerba se adapta mejor que la gente, hasta las aguas negras sabe usar en su provecho. La yerba allí es alta ya, altísima, y como la gente se cae con frecuencia en el hoyo, se mezcla con ella. La yerba cubre casi toda la zanja, y hasta al tragarse a la gente se parece al olvido, al tiempo cuando cae y se acumula como polvo en capas ya muy gruesas.
Alguien se ha olvidado de Alfredo, de la zanja, de Roberto y de los demás. En los ojos verdes de Alfredo no queda mucho de brillo, solo aquel que le reserva la conmoción. Hay indignación en su boca, que –se me antoja un patrón en la comunidad– sonríe al decir que lleva 17 años esperando: “Poquito tiempo, ¿verdad?”, ironiza con crueldad hacia sí mismo.
Los economistas aseguran que la espera tiene un costo social y político de unas dimensiones tremendas. Debe tener algo así como el tamaño de la edad de Alfredo, que no es los años que ha vivido, debe tener el tamaño de lo que dice su boca y de lo que falta en sus ojos. Debe tener la altura inefable una yerba descomunal, voraz como la que crece en la zanja, y un poco más.
Dice Alfredo con indignación que “el furor” ha sido un juego para cierta gente, entusiastas practicantes del habla sobre la acción pero abstinentes de toda acción posible, figurines de cogotes anchos, de metálica sonrisa fácil y estómagos prominentes –los describe–. Alfredo no, él es un flaco tranquilo que acusa sereno, como quien no tiene nada que perder, pero no sin pasión. Perdió la esperanza antes que la pasión. Para él la primera no ha sido, tal como asegura la profecía, lo último que se pierde.
Esta vez el repertorio fue el previsto, y se sumaron a escena Malva Rodríguez, interpretando al piano Invierno en La Habana No. 1, de Ernán López-Nussa, y el Maestro Emilio Vega. Llegaron también Pancho Amat y el Cabildo del Son, que en efecto hicieron notar “su imponente presencia sonora”, como los presentaría Silvio.
Es cierto que unas semanas es poco tiempo, pero para lo mucho que debe cambiar en esta comunidad de tránsito, uno espera que el tiempo avance más velozmente. Aunque sí lo hace, pero en otro sentido. Carbó Serviá sigue estando en un calendario negativo: va en decadencia, las cosas cambian, pero no progresan, regresan sobre sí mismas, se destruyen en cierta autofagia material, que conduce a otras hambres y a otras duras formas de saciarlas.
El clima hizo una diferencia importante esta tarde. Y los ánimos lucían invernales como el viento, que reforzaba la faz esteparia del lugar. La parte oscura del panorama permanece igual. Pero Roberto Lahera, el delegado, es optimista: todo lo que se sepa sobre nosotros, todo el trabajo que se pueda hacer, en su momento, tendrá algún efecto. Está hablando de la visita de Silvio y sus invitados, que tanto de luz saca a la gente; y de la prensa, claro, que le merece un voto de confianza.
Alfredo no piensa igual. Lleva tantos años como Lahera en Carbó Serviá, y fue optimista. Fue optimista muchas veces. Presa de un optimismo cíclico, que se alternaba con fases de pesimismo, bastante severas, con creciente tendencia al desencanto-desengaño-desilusión, que se espantaban sucesivamente con lo que él llama “el furor”: unos destellos, no pocos momentos en que se ha llenado de carros y visitantes el barrio, o los albergados han sido convocados a cierta reunión a la que debieron asistir con cascos porque los llevarían a un terreno donde estaba en ciernes una obra de construcción de viviendas que ellos terminarían, o se dispone un pequeño puesto médico (que a la larga permanece deshabitado), o llega una brigada y atraviesa la comunidad con una zanja para instalar un conducto que lleve el agua hasta los albergues.
La yerba prolifera ahora en ese hoyo largo. Lo invade, lo habita, como lleno de yerba debe estar el terreno de la obra en ciernes, que en ciernes quedó. La yerba se adapta mejor que la gente, hasta las aguas negras sabe usar en su provecho. La yerba allí es alta ya, altísima, y como la gente se cae con frecuencia en el hoyo, se mezcla con ella. La yerba cubre casi toda la zanja, y hasta al tragarse a la gente se parece al olvido, al tiempo cuando cae y se acumula como polvo en capas ya muy gruesas.
Alguien se ha olvidado de Alfredo, de la zanja, de Roberto y de los demás. En los ojos verdes de Alfredo no queda mucho de brillo, solo aquel que le reserva la conmoción. Hay indignación en su boca, que –se me antoja un patrón en la comunidad– sonríe al decir que lleva 17 años esperando: “Poquito tiempo, ¿verdad?”, ironiza con crueldad hacia sí mismo.
Los economistas aseguran que la espera tiene un costo social y político de unas dimensiones tremendas. Debe tener algo así como el tamaño de la edad de Alfredo, que no es los años que ha vivido, debe tener el tamaño de lo que dice su boca y de lo que falta en sus ojos. Debe tener la altura inefable una yerba descomunal, voraz como la que crece en la zanja, y un poco más.
Dice Alfredo con indignación que “el furor” ha sido un juego para cierta gente, entusiastas practicantes del habla sobre la acción pero abstinentes de toda acción posible, figurines de cogotes anchos, de metálica sonrisa fácil y estómagos prominentes –los describe–. Alfredo no, él es un flaco tranquilo que acusa sereno, como quien no tiene nada que perder, pero no sin pasión. Perdió la esperanza antes que la pasión. Para él la primera no ha sido, tal como asegura la profecía, lo último que se pierde.
Nacidos en Carbo Servia |
Anotando |
Las horas de ocio |
Perros tristes |
Alfredo escuchando a Silvio en su albergue |
Entre el público Larisa Rodríguez, admiradora de Silvio y a quien este le dedicó especialmente, complaciendo su petición, “El reparador de sueños”. Larisa padece una enfermedad única en Cuba. Foto: Alejandro Ramírez Anderson.
Tres maestros: de izquierda a derecha, Emilio Vega, Silvio Rodríguez y Jorge Reyes. Foto: Alejandro Ramírez Anderson
Silvio Rodríguez: “Hablamos con San Isidro el Labrador, para hacer el concierto que no pudimos hacer aquel día…”. Foto: Alejandro Ramírez Anderson.
El tres de Pancho Amat sacudió el auditorio. Foto: Alejandro Ramírez Anderson.
Parte del Cabildo del Son. Foto: Alejandro Ramírez Anderson.
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